Domingos de san José. Séptimo domingo

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En este relato podrás descubrir como el Niño Jesús se queda en el templo de Jerusalén y María y José lo buscan durante tres días.

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Nombre: Domingos de san José. Séptimo domingo

Le estuvieron buscando entre los parientes y conocidos, y al no hallarle, volvieron a Jerusalén en su busca

Al cabo de tres días lo hallaron en el Templo, en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles pregunta. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Su madre le dijo: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.

¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?

Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.

Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres. Sorprende que todo un Dios omnipotente haya querido experimentar el proceso normal de crecimiento humano.

El Dios-hombre vivió una vida muy similar a la de los demás habitantes de Nazaret. Aprendió la ley y el oficio de labios y manos de san José, quizá imitándolo. Fue en aquel taller de José donde e l Mesías pasó la mayor cantidad de tiempo de su vida en la tierra.

El trabajo es pues una realidad humana en la que podemos mantener un diálogo íntimo con Dios.

El vídeo del cuento

 

En BelenCribs encontrarás muchas fábulas, cuentos infantiles e historias dedicadas a los niños y a su formación en valores. Entra en las secciones y visita el cuento que más te guste. También podrás realizar las actividades que te hemos preparado:

Reflexión sobre este séptimo domingo de san José

Séptima reflexión para meditar durante los siete domingos de san José. Los temas propuestos son: Jesús trabajó junto a José; redescubrir el valor del trabajo; trabajo y oración, oración y trabajo.

EL EVANGELISTA san Lucas resume la infancia de Jesús diciendo que «el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Un poco después, sintetiza los años de adolescencia del Señor señalando que «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Sorprende que todo un Dios omnipotente haya querido experimentar el proceso normal de crecimiento humano. El Dios-hombre vivió una vida muy similar a la de los demás habitantes de Nazaret. Aprendió la ley y el oficio de labios y manos de san José, quizá imitándolo. Aprendió también cómo leer y escribir, cómo tratar a las personas, cómo descansar… Las jornadas de Jesús –al igual que las de sus vecinos o las nuestras– habrán girado en buena medida alrededor de las relaciones familiares, de amistad y del trabajo. Tal vez aquel taller de su padre fue el lugar en el que el Mesías pasó la mayor cantidad de tiempo de su vida.

Santificación del trabajo

«PARA LA GRAN mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo»[1]. Con estas palabras, el fundador del Opus Dei resumía una parte del mensaje que Dios le había confiado para recordar a los cristianos. «Santificar el trabajo» es la expresión que quizá llama más la atención. Por un lado, eso quiere decir hacerlo bien, con amor, cuidando los detalles, como cualquier persona honesta. Por otro, hacerlo sabiendo que en la materialidad de ese obrar podemos compartir el modo que tiene Dios de amar su creación, es decir, las personas y la realidad tangible en la que se desenvuelven. Ese modo se expresa en la cercanía, en la ternura, en infundir siempre de nuevo aliento de vida a las criaturas. Participar de esta misión nos lleva, de alguna manera, a ser contemplativos en medio del mundo. «Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar –decía san Josemaría–, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas».

El trabajo es oración

«SUELO DECIR con frecuencia –son palabras de san Josemaría– que, en estos ratos de conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el sagrario, no podemos caer en una oración impersonal; y comentó que, para meditar de modo que se instaure enseguida un diálogo con el Señor –no se precisa el ruido de palabras–, hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos (…). Pues ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con nuestro Padre del cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato».

Hacer que cada hora de nuestro trabajo sea una hora de oración no es necesariamente cuestión de añadir plegarias vocales o recordatorios piadosos durante nuestro ejercicio profesional. Orar con nuestro trabajo es –además de alimentarlo con una vida interior cultivada en otros momentos– ser conscientes de que, en cierto sentido, somos las manos y los oídos del Señor que, a través de una determinada tarea material o intelectual, escuchan, atienden, cuidan de las personas y de la creación que se nos ha confiado.

 

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